miércoles, 29 de mayo de 2013

En un pueblo muy ventoso y revuelto, vivía un tipo.
Pero este tipo no era como cualquiera: Si, es cierto, le gustaban muchas cosas "cualquieras". Como los partidos de fútbol, las pastas con salsa y la lluvia. Tenía algo muy peculiar, muy difícil de asimilar: Este tipo disfrutaba mucho matando pajaritos.
Sabía que era atroz y desagradable, pero no podía contener la ola de felicidad que subía por su estómago hasta su cabeza al momento de matar a uno de esos animales. Tampoco es que los mataba de maneras cruentas y sanguinarias, solo con una honda. Como se estila en ciertas infancias un poco perturbadas.
Llegaba a matar hasta 20,30 bichos por día. Recorría sin cansancio las plazas de la ciudad, los parques y ciertas veredas privadas de la mirada crítica de los demás. Nadie sabía de esta extraña conducta, ni siquiera sus más allegados. Por eso, cuando sentía la necesidad irrefrenable de salir a acabar con un par de seres alados, inventaba cualquier excusa para salirse del lugar donde estuviese.
Un tarde de inverno, como de costumbre, salió de cacería.
Caminó durante hora y media hasta llegar al punto que buscaba: Una plazoleta abandonada en las afueras de la ciudad, con una inmensa cantidad de árboles. En uno de sus recorridos vió como ese lugar se llenaba de pájaros específicamente cuando atardecía.
Sigilosamente, se acercó a un banco a unos 50 metros de la arboleda. Se sentó allí a planear su accionar. Punteó un detalle mental de la disposición de las ramas y la cantidad de pajaritos en cada una de ellas. Se fijó especialmente en aquellas donde estuviesen mejor distribuidos en el espacio.
Luego del apunte, no pudo contener relamerse antes de comenzar: A sus ojos, un espectáculo bellísimo estaba por acontecer.
Y así, sin previo aviso y con un ágil manejo de su honda, comenzó a tirarle cantidad de piedras a la rama más cercana, la primera en la lista.
Mató a 3 con la rapidez de un samurai, era un maestro del asesinato. El resto de los pájaros voló frenéticamente hacia otros árboles o directamente fuera de la plaza. Mató a dos más acertándoles en pleno vuelo y ahí, luego de tal prodigiosa destreza, llegó la satisfacción: Sus ojos claros se abrieron tan grande que parecían a punto de caerse de sus respectivos cuencos.
Se paró sobre el banco y comenzó a gritar como un desquiciado: estaba radiante, encendido, su pelo crespo dibujaba llamas en el movimiento de su cuerpo.
No lo notó: 12 pares de ojos se le clavaron en la nuca. Aquella cantidad de energía concentrada no le picó ni un poquito mientras danzaba festejando sus 5 victorias. La avanzada cayó como un puñal: Varios cascotes volaron desde distintas partes de la plaza, como invisibles cañones, en dirección a sus piernas. Era un punto neurálgico: sin eso no podría moverse. Las ráfagas de dolor lo tiraron al piso mientras el desconcierto y el miedo terminaban de apagar su gozo. Las piedras seguían cayendo, rasgando su ropa y lastimándo su piel, mientras intentaba descubrir de donde procedía el ataque. Se multiplicaban las rocas que volaban contra su cuerpo, dejando a su paso oscuros moretones y rajaduras que burbujeaban sangre. Desesperado, intentó refugiarse detrás de un arbusto arrastrándose por el pasto. Cuando empezó a moverse, resistiendo como podía la lluvia de piedrazos, su conciencia se desvaneció como una pitada de tabaco exhalada.
Quedó tirado, desconectado, mientras las piedras caían sin cesar. Cuando los doce pares de ojos vieron que ya no presentaba resistencia se acercaron a el rápidamente y le quitaron la honda: Se la ataron al cuello y jalaron hasta que su tez se volvió morada y coagulosa. El corazón dejó de latir más rápido de lo que creían y la noche terminó de cerrarse sobre las copas de los árboles.
Lo observaron un largo rato preguntándose con miradas cuál sería el destino del cadáver. Ya no les quedaba tiempo para discusiones. Resolvieron dejarlo allí, sin preocuparse por el qué dirán. Al fin y al cabo, ellos nunca se escondían y el sí se alejaba de la mirada de los otros para eliminar a las aves.
Cuando empezó aquél viento nocturno tan común y característico de la zona, los doce pares de ojos tomaron sus formas primeras, batieron las alas y se aventuraron detrás de las casas ajenas al espectáculo.
Sólo quedó de ellos el sonido de sus gargantas y la música que hacen al volar.

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