viernes, 26 de junio de 2015

2 lts y 1/2

Ríos, inmensos ríos caudalosos. Ríos dulces y sonoros, juguetones. Rápidas correntadas golpeando contra las piedras, contra los bordes.

Mares. Mares infinitos, alunados. Espuma gris pegotéandose a la arena, dejando huellas que mueren al rato de ser abandonadas.

Querés beberte esos mares, beberlos enteros, olvidar la sal. Beber el río verdoso y el agua cristalina.

Beber porque tu cuerpo necesita sentir la saciedad. Beber tales magnitudes, sin preguntas, sólo instinto.

Saborearlo todo. No dejar ni una gota, ni una lágrima rodando por alguna roca que ignora la sed.

Nada. Toda esa agua en tu cuerpo, fluyéndote, destruyendo a su paso los canales, los diques de contención, los puentes, las edificaciones.

Desmoronando toda estructura, toda necesidad de quietud, de solidez. Como si el agua no fuese el elemento más sólido de todos, sólida en su impronta avasallante, en su forma de escabullirse, entrometerse en los recovecos, los resquicios.

La soberana de las cosas. La única. Con su seca y jadeante contrapartida: La sed. En esa eterna persecución, esa disputa. En esa contienda feroz e intrincada.

Zambullirse, abandonarse. Vibrar con la excitación del cuerpo dejado al quehacer de las corrientes.
 Sólo así se nada la sed, la arena en el alma que parece correr como el agua pero obstruye en forma de rigidez.

Sólo así acabarás con la quemazón de la tristeza, que
enciende todo tu ser.

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