viernes, 1 de marzo de 2019

Ficción


Los charcos son charcos
aunque antes hayan sido baldosas
hundidas por el devenir
de los árboles.
Mañana podrían ser
horizontes despejados
o risas dulces, o mareas.
Quizás para una niña
se vuelvan riachuelo
donde jugar a pisar las rayas
que se adivinan en lo hondo.
Capaz algún atormentado
meta el pie hasta el fondo
y maldiga en idiomas de ficción
su suerte de barro y sincronía.

Yo los miro y al pasar
hay uno que me inquieta
un remolino parece bailar
en su interior.
Un aroma conocido me embriaga
una especie de recuerdo
aún futuro
me late sobre los hombros y siento
que hay algo qué saber:
La densidad del agua turbia
la porosidad del cemento
la precisa cantidad de centímetros
que separan la superficie
del final, del cordón
de mis pies
de los demás.
En el ratito que desvarío
 pareciera que un mundo
diminuto
se volviera supernova
en el medio de la calle.
Pero los charcos, son charcos
casi siempre
-salvo contadas excepciones-
se mueren
cuando los toca el sol.


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